Los jamaicanos se proclaman campeones olímpicos en el relevo y Usain suma su noveno oro en unos Juegos
Brasil es Jamaica y Río es Kingston, y en la fiesta del relevo, el Estadio Olímpico disfrutó como nunca. Ganó Jamaica, perdió Estados Unidos y el estadio se vino debajo de felicidad. Es el contagio de Usain Bolt, irresistible. Es el valor de los símbolos. Este son unas cifras: 37,21s, el tiempo de Bolt y sus amigos.
En Jamaica, en Kingston, donde al final de la primavera todos los colegios de la isla se enfrentan durante noches en carreras con testigo, el relevo es sagrado. En la isla de la velocidad, el ránking de los institutos lo establecen sus atletas no sus estudiantes. Allí nació Bolt, en ese clima, donde perder es una maldición.
El estadio se vació tan rápido como se habían corrido los 400 metros por postas, pero unos centenares de irreductibles se agruparon en la tribuna baja y cuando Bolt y los suyos, reunidos todos para la despedida, dejaron de bailar a Marley para celebrar su tercera victoria consecutiva, comenzaron a corear el nombre del ídolo rítmico y fuerte, como un coro a capella, casi, que emocionó al hombre más rápido. Aún envuelto en su bandera fue hasta la última línea. Se arrodilló, agachó la cabeza y besó la pista como la noche anterior. Luego enderezó el torso y abrió los brazos en cruz antes de santiguarse un par de veces. Todo ello, sin perder de vista a los fotógrafos, posando para ellos, entendiendo sus necesidades de plasmar en un solo fotograma la vida olímpica del más grande. Fue el último contacto de Bolt con una pista olímpica. Alguna lágrima brilló en su rostro siempre jovial. Nueve medallas de oro pesan en su cuello. Las mismas que consiguieron antes Paavo Nurmi y Carl Lewis. Pero estos no ganaron siempre; Bolt no perdió nunca.
La noche en la que completó sin fallo una perfecta travesía olímpica que le ha costado ocho años de su vida, de los 22 a los 30, la juventud acelerada, Bolt fue un pequeño mago de mirada divertida y certera que transformaba aquello en lo que la posaba. Fulminó, como siempre, a Estados Unidos, que, una vez más, acabó por los suelos y la vista hundida. A sus viejos compañeros les miró de otra manera para revivir su espíritu cansado, a Asafa Powell, a Blake, a Ashmeade, con los que bailó. Con Powell comenzó de rival, quitándole el récord de los 100m y conduciéndolo a la depresión. Cuando Asafa comprendió que su papel en el atletismo sería siempre secundario, entró en el círculo de Bolt. Ganó con él el oro en el relevo de Pekín, En Londres, sancionado por dopaje, no estuvo. En la capital británica sí que estuvo Blake, su compañero de
entrenamientos, que se lesionó de gravedad hace dos años y aún no ha terminado de recuperar la velocidad que le hizo el segundo mejor en los 100m (9,69s) y en los 200m (19,26s) detrás del boss. El tercero, Ashmeade, era nuevo. Algo viejo, algo roto, algo nuevo. Y Bolt recomponiéndolo y haciéndolo un equipo imbatible. Y a los demás rivales les motivó tanto su energía que, siguiendo su estela Japón, fue capaz de ganar la medalla de plata por delante de Estados Unidos, bronce antes de ser descalificado.
Estados Unidos no figura en la clasificación de ninguno de los tres relevos ganados por la Jamaica de Bolt. En Pekín, un desastre en el paso del testigo entre Darvis Patton y Tyson Gay en las semifinales les impidió llegar a la final.
En Londres, terminaron primeros en la pista, pero tres años después fueron descalificados por el dopaje de Tyson Gay. Y este, el atleta que el 31 de mayo de 2008 vio como Bolt batía su primer récord del mundo (9,72s) delante de sus narices en Nueva York, un golpe del que nunca se recuperó, también participó del desastre del viernes en Río, aunque no fue el culpable directo de la descalificación.
Esta se produjo porque, en su ansiedad para llegar antes que sus vecinos jamaicanos –calle tres EE UU, calle 4 Jamaica, calle cinco Japón--, Mike Rodgers, el relevista de la curva de salida, le entregó al pobre Justin Gatlin el testigo antes de la zona reservada. Pese a eso, la carrera fue equilibrada hasta que Gay, tras su curva, le entregó el testigo a su último compañero, Trayvon Brommell, no más de un par de centésimas más tarde del momento en el que Nick Ashmeade le transmitió a Bolt el suyo. Lo recibió el gigante y el estadio rugió, y para responderlo, Bolt regaló su última gran recta., la recta que nunca en la vida podría haberse permitido no ganar. Brommell acabó por los suelos, botando, desesperado.
Desde su primer día en un estadio olímpico, el Pekín de los 9,69s con los brazos abiertos, hasta el último, el relevo de la consagración final, Bolt ha sido el más grande. Sus cuentas de nueve oros, sin embargo, pueden cambiar en los próximos meses.
Nesta Carter, que participó en la victoria de Pekín 2008, está a la espera de una sanción por dopaje que podría privarle de la victoria. Sería Jamaica la que perdería, y por eso le dolería a Bolt, pero su bien más preciado, sus seis oros individuales, nadie se los tocará jamás
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