Aunque hace tiempo que no está entre las favoritas en la prueba del salto de longitud, a Darya Klishina siempre le persiguen las cámaras.
Al principio, porque como atleta juvenil saltó 7 metros y 3 centímetros, la segunda mejor marca de la historia. Luego, en Londres 2012, porque fue calificada como la atleta más bella de los Juegos.
Y ahora en Río, porque, tras el veto al atletismo ruso por dopaje sistemático, Klishina es la única atleta de ese país que ha conseguido participar en la cita brasileña. Su concurso en la final de longitud terminó con una marca mediocre. El oro fue para la estadounidense Tianna Bartoletta (7,17), la plata para su compatriota Brittney Reese (7,15) y el bronce para la serbia Ivana Spanovic (7,08). Pero los focos seguían a Klishina, la guapa huérfana rusa.
Darya es un producto de la cadena de fabricación del atletismo ruso. En su ciudad, Terv, jugó de niña al voleibol. Es alta, 1,80 metros. Y destacaba, pero no había nivel para progresar. Su padre, atleta, le aconsejó un deporte más solitario, el suyo. Con 13 años se apuntó a la escuela de atletismo de su localidad. Un poco de todo: carrera, saltos...
Allí deciden los técnicos. Si ven potencial en un chaval, lo dirigen por el camino que creen adecuado. A Klishina le vieron maneras para el salto de longitud. A la orden. Dejó a su familia con 14 años para trasladarse a Moscú, a 180 kilómetros.
Tenía plaza en la gran factoría del atletismo ruso. Vivió en una pensión. Uniformada. Niña adulta metida en el sistema de entrenamiento estajanovista ruso.
Su irrupción fue contundente: 7.03. Un salto enorme para una atleta juvenil. La «Isinbayeva» de la longitud. No ha sido para tanto. Al descubrirla, las cámaras no se fijaron tanto en sus marcas como en su rostro.
Enseguida recibió ofertas para ser modelo. Decoró las portadas de muchas revistas.
Un ángel volador. «Soy atleta cien por cien», se defendió. Pero las pasarelas ralentizaron su progresión. En el Mundial de 2013 acabó séptima y decidió cambiar de geografía. Abandonó Rusia y se instaló en Florida, con nuevo entrenador y nuevos compañeros, que nada tienen que ver con la vieja Rusia. Esa decisión le ha permitido competir en estos Juegos.
Cuando el informe McLaren y una cadena de televisión alemana desvelaron las prácticas dopantes sistemáticas del atletismo ruso avaladas por el Gobierno, al Comité Olímpico Internacional (COI) le tembló el pulso. Rusia es Rusia. Putin es Putin, amigo de Thomas Bach, presidente del COI.
El Comité se lavó la manos y dejó la decisión del veto a los rusos en manos de cada federación internacional. La de atletismo (IAAF) fue firme y excluyó a todos los atletas rusos, con una excepción, Klishina, que lleva tres años alejada de esa red de trampa farmacológica.
Pero luego varió el criterio. Al parecer, la saltadora sí aparece citada en el informe McLaren por unos controles antidopaje adulterados antes de 2013. La IAAF vetó a Klishina el pasado sábado, en el ecuador de los Juegos.
La atleta recurrió con urgencia al Tribunal de Arbitraje del Deporte (TAS), que le dio la razón el lunes. Por esto ha saltado esta pasada madrugada en la final. Ganó Bartoletta con 7,17 metros, pero tuvo que compartir la atención del ojo mediático con Klishina. «Ella nos representa a todos», había declarado Elena Isinbayeva, la reina de la pértiga, vetada por rusa. En su país no todos lo vieron así. La redes sociales, tan dadas al insulto con careta, calificaron a Klishina de traidora. El caso es que todos siguen fijándose en ella.
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